Para nadie es novedad que al interior de la Iglesia católica se han cometido abusos sexuales a menores, y que sus principales ejecutores -sacerdotes y laicos- han hecho de estos condenables actos una suerte de secreto de Estado, y que han tratado de mantenerlo oculto, desde las escuelas y congregaciones hasta en el mismo Vaticano.
De la mano del periodista español Albert Solé, Netflix muestra a través del documental Examen de conciencia lo sórdido de un sistema de encubrimiento que se ha perpetuado por varias décadas, y que pone en evidencia el daño moral y psicológico de aquellos niños y adolescentes que perdieron toda fe en la que se suponía ser una institución de bien.
Situado en España, país en donde uno de los más grandes escándalos de pederastia está vinculado a la Congregación de los Hermanos Maristas; Miguel Hurtado (36), una víctima del monje Andreu Soler -del Monasterio de Montserrat-, investiga los antecedentes de estos hechos, logra entrevistarse con otros abusados, e identifica que en todos los casos se repite un mismo patrón: el victimario es trasladado a otra sede, nunca se abre una investigación ante una denuncia, y se aplica una especia de manual tácito: tratar de evitar que la noticia salga a la luz.
Lo importante de las denuncias sobre abusos sexuales es que se explique qué es lo que hace el abusador. Disfrazados como hermanos y profesores, estos pederastas han realizado tocamientos indebidos a los menores, les pedían que los masturben, que se sienten sobre sus piernas, que se despojen de sus prendas bajo el pretexto de realizar evaluaciones médicas, entre otros actos deleznables.
«Es necesario que la Iglesia haga un mea culpa por los actos de sus integrantes y que, más allá de los fueros eclesiásticos, las denuncias de abusos lleguen a los fueros civiles».
Las víctimas sostienen que, efectivamente, la gran preocupación de estas personas es que no se conozcan los abusos. Y, aunque la medida de cambiar de colegio a alguien acusado de pederastia pueda interpretarse como efectiva ante una denuncia, ello no soluciona el problema. Lo empeora. Es un acto en contra de las víctimas, ya que la misma institución no entiende que otros menores pueden verse afectados.
Algo muy condenable es ver y escuchar a los abusadores admitir sus actos, hacer como si no recordaran o no hubieran sido conscientes de sus actos, y asegurar que no volverá a ocurrir. Como si una justificación tan estúpida sirviera para reparar el dolor causado a las víctimas. ¿Es que acaso no se dan cuenta de lo que han hecho?
De más está que la Santa Sede conforme una Comisión Antipederastia -creada por el papa Francisco– si es que la crítica constructiva no es admitida en la misma, y si el seguimiento de los casos no pasa sino por un mero acto protocolar.
No basta con pedir perdón y exigir justicia, porque una que tarda tantos años ya no lo es. Es necesario que la Iglesia haga un mea culpa por los actos de sus integrantes y que, más allá de los fueros eclesiásticos, las denuncias de abusos lleguen a los fueros civiles para que los victimarios, al menos, tengan una sanción punitiva.