En estos días de encierro por la vida terminé de ver Los asesinatos de Valhalla, serie policial islandesa (disponible en Netflix) en donde dos policías -Kata y Arnar- tratan de descubrir quién está detrás de una serie de asesinatos ocurridos en Reikiavik y que guardan conexión entre sí. Las víctimas han sido asesinadas de similar forma y llevan una marca en el brazo causada por su asesino durante su niñez.
Se trata de adultos que fueron violados en el albergue de niños Valhala, y que ahora son asesinados con tal de que ninguno cuente la verdad de los hechos. Sin embargo, Magnus, el jefe policial, está involucrado en el caso y no se lo ha comentado a los policías que investigan. La razón: seguir encubriendo al violador, de quien recibió cierta cantidad de dinero a cambio de su silencio.
«[…] es una serie que nos demuestra cómo el poder, ejercido por las personas incorrectas, es lo que impide a las sociedades encontrar justicia».
Kata y Arnar no solo investigan el caso, sino que también deben lidiar con problemas al interior de sus familias, sin que eso les nuble la mirada de su objetivo. A través de ellos, la serie nos muestra un perfil sentimental de los protagonistas, quienes dejan de lado su profesionalismo y muestran su frustración.
Los asesinatos de Valhalla es mucho más que una buena policial: es una serie que nos demuestra cómo el poder, ejercido por las personas incorrectas, es lo que impide a las sociedades encontrar justicia. Ello se demuestra cuando los policías, separados del caso, atan cabos y ponen en la mira al fiscal del Estado, Pétur.
¿Cómo se puede resolver una ola de asesinatos con solo mirar una foto grupal e identificar un patrón en todas las víctimas? De eso se trata esta serie que, indirectamente, le hace un guiño a Spotlight, al darle el mismo nombre al noticiero que cuestiona a Magnus sobre los abusos sexuales que se cometieron en el albergue.